«Yo no averiguo nada, las fotos y comentarios me aparecen solos en el Facebook», dice mi mamá en la típica charla familiar de sobremesa al defenderse cuando le preguntan sobre por qué sabe eso y aquello. Si bien es muy probable que figure en el tope de su muro lo que publican sus amigos y mis hermanos, no tan así lo es el contenido que viene del perfil de su marca de ropa favorita o de la revista de turismo que suele comprar. No se trata de una cuestión de amistad, de que te sigo y me sigues, sino simplemente de una fórmula mágica, secreta y cada vez más perversa llamada en el éter de las redes sociales como «algoritmo».
Según la RAE, un algoritmo es un conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema. En un mundo digital cada vez más saturado de información, las redes sociales fueron haciéndose eco de este concepto de múltiple uso con el objetivo de ofrecer una experiencia más personalizada y afín a los intereses de uno a partir de las interacciones reiterativas que se tiene con el contenido y de la popularidad de este. A la idea de ponerse en los ojos del usuario, en esa ecuación se coló el racionamiento empresarial, por el que a una lluvia de corazoncitos o de pulgares para arriba había que ponerle su precio. De una forma u otra, había que alimentar toda la maquinaria.
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